lunes, 20 de febrero de 2017

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: El Algarbe-El Algarbe (II)

Guarda qué solana. En la retina ha quedado, lo mismo que un precioso recuerdo lejano en el tiempo que, por su impronta, se mantiene vívido e intenso, la fresca y húmeda sombra de los árboles gigantes de unos minutos atrás. Un boscacho de sabinas, una selva demasiado abierta es de todo de lo que dispongo para refugiarme de la canícula. La decisión ésta, de última hora, poco meditada, por supuesto y para no romper con la normativa vigente, de locos. A unas salinas, con todo el calor del mediodía. No sabía mi abuela, cuando afirmaba rotunda que ya me entraría el conocimiento, entre bronca y bronca del abuelo, lo que decía la pobre. 

Salinas de Sierra Menera
En una zona ganadera como la sierra de Albarracín, y tomando en consideración que un aporte extraordinario de sal es esencial para el correcto desarrollo, crecimiento y reproducción de la cabaña, no podían echarse a faltar unas salinas como mandan los cánones. No van a ser éstas, he aquí de admitir, las primeras que tenga oportunidad de visitar. Las de Sierra Menera, en el Jiloca, en la raya con Castilla y estorbadas del todo, fueron las primeras. También en un día de verano, o acaso durante la primavera tardía, con bien de sol y, a resultas, bien de calor. Y las segundas, en algún momento del pasado invierno, inusualmente cálido, las de Arcos de las Salinas en la Sierra de Javalambre, también echadas a perder. 

Salinas de Arcos de las ídem
Nadie podría asegurar que las sabinas crecen, milímetro a milímetro, año tras año. Que los ejemplares de mayor porte cuentan siglos y siglos de elevarse con esfuerzo ímprobo sobre la inhóspita aridez del suelo. Que sus dominios fueron inabarcables en los adentros penumbrosos del tiempo geológico; cuando las condiciones climáticas eran adversas ellos se movían como pez en el agua. Y que han quedado reducidos a los terruños más indeseables, donde el suelo no es sino una polvorienta marejada con apenas nutrientes y que es muy ocasionalmente redimido por una lluvia testimonial. Y, sin embargo, contra pronóstico ellos crecen y persisten. 

Hago caso de las indicaciones y tomo una pista forestal en bastante buen estado. En nada, rock and roll: me veo de ciclocross-turista, llevando a rastras la bicicleta por un sendero magnífico (para los senderistas, claro, pero yo hoy de senderista incorporo, más bien, poco). De tanto en tanto valoro la posibilidad de candar la bicicleta a alguna sabina de las que amanecen desperdigadas por la ruta. Pero me ocasionaría dos inconvenientes. Por un lado, encontrar el árbol adecuado, aquel cuyo tronco coja en el candado en U, que no da para demasiadas alegrías. Y por otro, la decisión me obligaría a regresar por este mismo itinerario, cuando quizá la ruta prosiga más allá de las salinas. Se desestima la propuesta por mayoría absoluta, e inapelable, del único voto de calidad del parlamento que rige los destinos del viaje.

Sendero señalizado a las salinas de Royuela
No ha alcanzado el Sol su cenit ni el calor su máximo para el día de hoy. Aquí no respiran ni los arácnidos. Sus telas aparecen desenrolladas sobre la arcilla como se desenvuelve una alfombra por su salón, pero desocupadas por completo, cuesta creer que al fondo del tejido, en el arcilloso túnel, un artrópodo se guarece. Y cuesta todavía más creer que, en algún momento, si no lo ha hecho ya, extenderá su red por todo el planeta.

Cuesta creer que araña extenderán sus redes por todo el planeta
Por fin la rocha toca a su fin y cambio de rambla; unos metros más para alcanzar mi destino. Una ligera brisa apenas perceptible no impide que vaya amplio de sudor, como un tocino podría escribir, aunque la comparación es del todo desacertada pues los cerdos, al carecer de glándulas sudoríparas, no sudan. De hecho, ese afán por revolcarse en el barro, que a nuestra modernidad se le antoja tan reprobable, tiene que ver con ello precisamente; de alguna manera han de regular su temperatura estos suidos domésticos. 

Salinas de Royuela
Con calzador insertas en la rambla estrecha; son estas salinas completamente diferentes a las otras dos instalaciones que he tenido oportunidad de visitar como maniaco de la etnología que uno es. La restauración, he de suponer que trajo consigo las vallas y la red metálica me mantendrá alejado de las cubetas y del empedrado que, como amanuenses sin apenas luz y con instrumentos de escritura muy rudimentarios, los responsables de su construcción urdieron meticulosos. En la distancia imaginaré lo duro de la tarea y las cubetas henchidas de agua saturada de sal evaporándose al sol y dejando como rastro el preciado cristal.

Salinas de Royuela
Tras tomar unas cuantas fotos, me decido por proseguir mi camino. Un par de hombres han amanecido a lomos de una pickup. Por donde ellos han venido se regresa a la carretera, según me comentan. No hay más que hablar.  Agoto una pronunciada cuesta a pie empujando el velocípedo. Acto seguido, me dejo caer. En el descenso a punto estoy de partirme la crisma. No está en tan estupendas condiciones este tramo, profundas rodadas que he de esquivar se muestran siempre amenazantes. Si la rueda delantera de mi bicicleta es hecha prisionera de tan singular relieve, tarde o temprano, al verme incapaz de sacarla de ahí, daré con mis huesos y mi carne, y con el cuero que los contiene, en el suelo, morderé el polvo. No la voy a liar hoy. Las caídas las voy a dejar para más adelante. Y tendrán mucho menos glamur. 

Siento el monótono asfalto, por fin, bajo el metal y el caucho. A Calomarde, a refugiarme de la calorina ésta infernal, a meterme algo sólido al cuerpo y líquido al espíritu. Mi intención es no parar hasta llegar al lugar, al cual antecede una rocha prolongada sin demasiada pendiente. Las intenciones, sin embargo, en este vagar loco sin rumbo, son harto pasajeras. Lo mismo que surge el oasis en la indescifrable aridez del desierto cuando menos lo esperas, entre el achicharramiento mayúsculo al que estaba siendo sometido, amanece la humedad, el verdor y el frescor que propaga la cascada de la Batida, oculta en el pinar y custodiada por los imponentes farallones calizos que han seguido, a su vez en silencio, mis progresos a lo largo de la sinuosa quebrada. Todo el paraje es obra del karst. El producto de la habilidad que tiene el agua, cargada de ácido carbónico, consecuencia de la dilución en del dióxido de carbono de la atmósfera, de disolver la roca caliza.

Cascada de la Batida
El río de la Fuente del Berro ha horadado el estrato calizo hasta aquí abajo y sus aguas límpidas continuarán realizando tan adusta tarea el tiempo que haga falta, encerrinadas en la búsqueda de ese perfil de equilibrio al que toda corriente de agua superficial se ve obligada, en que ni hay erosión ni se da el transporte de materiales. 

También se ha dado el proceso inverso y el arroyo ha depositado parte del carbonato cálcico disuelto. El travertino o la tosca son rocas sedimentarias muy porosas consecuencia de esa deposición. En el entorno de la caída de agua, a la vera de los musgos, se aprecian estas formaciones características de ambientes cársticos, parientes pobres de las más populares estalactitas y estalagmitas, de las que cualquier persona podría dar unas pinceladas por su subterránea espectacularidad. 

Formación travertínica y río de la Fuente del Berro
Sujeto la bicicleta a una barandilla de madera que permite descender hasta la orilla del arroyo con facilidad. Recorro todo el tramo que me resulta posible recorrer sin tener que terminar haciendo la anátida. El enclave es de gran belleza y no sólo por lo que se ve, también por sus sonidos. Escucho el canto de varias aves, voces que me resultan familiares, la oropéndola, el escribano soteño, el chochín o el pinzón se dejan sentir. Reconfortado regreso al punto en que mi bicicleta ha quedado aparcada y tras descandarla, y ponerla en situación, pongo rumbo a Calomarde. A ver si esta vez sí es la definitiva y llegamos de camino.

miércoles, 8 de febrero de 2017

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: El Algarbe-El Algarbe (I)

Hoy me saco peso. La comida, la herramienta, la cámara, un par de libros y el cuaderno se vienen de paseo, el resto se queda en El Algarbe. Voy cara Royuela. Tengo una vaga noción de lo que podría hacer hoy, pero nada que tenga que ver con una decisión firme. Una única imposición, regresar a dormir a El Algarbe. 

Me abrevo un café solo y tosco en el primer bar con que me doy de bruces al hacer mi fulgurante entrada en Royuela. Para no desentonar, con los días últimos, he salido sin desayunar. La persiana estaba a medio subir, pero el tipo se porta y me hace el favor de prepararme ese café. Me lo extiende y yo lo recojo para depositar su amarga negritud sobre una de las dos mesas que el establecimiento tiene dispuestas en la frontera del edificio, al aire de la calle. Si bien, a estas horas el aire, lo que se entiende por correr, corre poco. Aguarda la ambulancia, mi benefactor. Su madre ha de ir a rehabilitación. Me lo cuenta por fascículos el par, o tres, de ocasiones que sale a la puerta para comprobar que el vehículo sanitario no ha hecho ni siquiera mención de aparecer. Adecenta el local, como buenamente puede, con la urgencia del desplazamiento materno sobre sus hombros. A saber qué día llevará hoy. 

Royuela 
En Royuela vivían, en 2016, algo más de doscientas almas. En 1950, el lugar llega a contabilizar unas seiscientas. Me invade una honda y muy molesta sensación de desamparo. En el mismo archivo del Instituto Aragonés de Estadística en que puedo leer la desalentadora estadística, unas líneas más abajo, encuentro los datos referentes al pueblo de mi abuelo, Rubielos de la Cérida. Sin duda, aquí en Royuela han corrido mejor suerte. Allá, de cuatrocientas veintiocho almas en 1950, no llegan a las sesenta en la actualidad. Vaya consuelos hemos de encontrar. 

Abono la consumición y aprovecho para preguntar por el horno. Me indica su emplazamiento con meridiana claridad y me desea suerte en mi periplo estival. No puedo impedir que por mi cabeza pase la idea de que él sí va a ser quien la necesite. Qué despropósito este Teruel abandonado a su suerte. Luego pienso en todas las personas a las que he ido conociendo, que tienen su residencia en el terruño, o que han marchado, pero que ponen su esfuerzo y su ilusión, un día sí y otro también, en ese sombrero de copa del que los magos extraen cosas maravillosas para dejar al público atónito y sin palabras. Ellos habrán de ser quienes levanten, por sí mismos, con la ayuda única de su ingenio, por lo visto, esta tierra denostada. Y yo estaré cerca, espero, frotando mis ojos para poder descubrir la naturaleza de los ardides ante los que habremos, no me cabe duda, de descubrirnos cuando Teruel florezca de nuevo.

Guía de la naturaleza de la sierra de Albarracín
En la panadería compró pan y unos hojaldres con chocolate. El portabultos se ha decidido a darme el viaje. Ahora los tornillos que lo sujetan al cuadro se aflojan. Lo peor es el tostón de haber de sacar la caja con la herramienta del fondo de la alforja. Reparar el desaguisado. Devolver todo a su sitio y mirar y remirar si he olvidado una tuerquecita, un tornillete por el piso, comprobar que he devuelto todo a su sitio, que no me voy dejando los zarrios por el camino. La guinda del pastel la pone uno de los tornillos. Ha perdido el dibujo de la llave. Pues se va a quedar suelto, la allen no agarra. Lo peor, que me va a tocar ir comprobando, cada cierto tiempo, que el catatico no se afloja demasiado. Qué cruz.

Mi próximo destino habitado será Calomarde. No sin antes llegarme hasta unos chopos cabeceros emplazados a la orilla del Guadalviar. De ellos me habló Begoña entre que buscábamos orquídeas, un par de días atrás. Toda la estampa precede a la ciudad de Albarracín, a la que no habré de llegar hoy. Me he reservado la última tarde mía acá para pasear por sus calles.

Chopos cabeceros a orillas del Guadalaviar
Chabier de Jaime es profesor de biología y geología en el instituto de Calamocha, su localidad natal (lo que, teniendo en cuenta cómo está el patio demográfico, es de admirar). Ha escrito varios libros, unos en solitario, otros no, que narran del patrimonio ambiental y humano de las tierras del Teruel occidental. Firmó con Rodrigo Pérez, una guía de naturaleza de la sierra de Albarracín que ha sido una excepcional compañera de penurias estos días por razones más que obvias. Es además el principal responsable de que el blog de naturaleza del Centro de Estudios del Jiloca, con el que colaboro de cuando en cuando, se actualice con nuevos artículos cada dos, a lo sumo tres días. Si bien lo saco a colación aquí en su condición (si es que no puede estarse quieto el zagal) de alma mater de la recuperación de la cultura de los árboles trasmochos en el sur del país. De no habernos conocido, este viaje no hubiese sido posible. No estoy pensando en el viaje físico. En ese otro, el que dota a todo de sentido, el del espíritu. En ese viaje, Chabier ha tenido mucho que ver. 

Chabier de Jaime en la última Fiesta del Chopo Cabecero en Badules
Leí sus libros mi primer año, de vecino accidental, en Luco de Jiloca. La casa que mis abuelos compraron, al volver de su exilio económico en Calahorra, había estado cerrada y sin uso varios años. Yo convine a romper ese silencio y a devolverle algo de ruido fines de semana y fiestas de guardar, lo que laboralmente estaba en mi mano. En ese primer año largo, sin amistades por la contornada, mi ocio se reducía a patear los cabezos circundantes y a darle la tabarra a mi tío Vicente, nacido del lugar y vecino de continuo. Me acerqué a los escritos de Chabier para saber qué podía encontrarme en mis caminatas y qué otras rutas, aun desconocidas, podía acometer. Luego vino el Curso de Ornitología práctica que Adrii Jiloca-Gallocanta organiza cada año por primavera, del que Chabier es profesor, y nos conocimos personalmente. Y unos meses más tarde, la primera fiesta del Chopo Cabecero a la que asistí, a celebrarse, a medias, entre Cuencabuena y Lechago, en la que se mostró como un anfitrión excepcional, atento e inclusivo para con un individuo con quien apenas había tenido trato y que aparentaba ser, cuanto menos, personándose en el sarao solo y a pie, de poco fiar. 

Chopos cabeceros en Aguilar del Alfambra
Al crepúsculo de los grandes árboles, imbuido del tintineo monótono del agua en su transcurrir, pienso en Chabier y en lo que vino después de él, en cómo ha cambiado mi vida frecuentar el país de mis abuelos y lo castigado que está. Una afirmación con pinzas, el entorno natural luce una salud envidiable, pero este paisaje no es comprensible sin su paisanaje. Y la historia de los grandes árboles es prueba irrefutable de lo que escribo. Pienso en Chabier, pero no sólo en Chabier. Pienso en Pilar o en Antonio, en Olmo o en Ivo, en los valles del Jiloca, del Alfambra o del Guadalope y en sus descendientes, en todo lo que supone que hayamos llegado hasta aquí, en todo lo que se ha perdido, y una caterva de sentimientos, gratitud y rabia, admiración y tristeza, regocijo y nostalgia, orgullo y esperanza vuelven a pasar por mi corazón. 

Chopo cabecero y río Guadalaviar
Las explosiones demográficas en Teruel supusieron la completa deforestación de una amplia vastedad del territorio para la obtención de madera y pastos. Donde había agua, en las breves vegas y en las ramblas caudalosas, se plantaron estaquillas de chopos negros, árboles de crecimiento rápido que pudieran proveer de la fusta que arrasar con carrascas, rebollos y sabinas había hecho imposible obtener. Ya desde el neolítico se conocía la virtud de los árboles de ribera principalmente, álamos y sargas, de crecer chitos al perder una rama o parte de la corteza. Así, cuando la estaquilla había alcanzado unos dos metros de altura y los brotes iban a quedar fuera del alcance del diente del ganado, al chopo se le descabezaba y éste brotaba nuevas ramillas ascape. Al año siguiente, los chitos idóneos eran respetados y el resto, los que no valían, eran cortados y sus hojas servían de alimento para el bestiamen. Los supervivientes crecerían en longitud a lo largo de los quince, puede que veinticinco años siguientes, rectos e infinitos lo mismo que si buscaran, de algún modo imperceptible, escapar a la sentencia implacable del hacha del escamondador. A su momento, el ejemplar volvería a ser descabezado por completo. Las ramas mejores servirían para las techumbres de parideras y viviendas. Las que se hubieran torcido demasiado, para madera. En su preocupación por sanar las heridas del hacha, el árbol invadía de savia la parte en la que se provocaba el descabezado, la toza, y de ahí que ésta engrosara sobremanera y el apelativo de chopos cabeceros, pues en verdad parecen ordenar una cabeza inmediatamente contigua a las grandes ramas, a las vigas.

Escamonda de un chopo cabecero en Cuencabuena
Las vigas de hormigón dieron al traste con toda la economía que giraba en torno de estos árboles. Igualmente, con otros muchos usos y servicios que éstos proveían: bajo su sombra se apacentaba el ganado en las horas cálidas del estío, de sus hojas se obtenía alimento para las primeras semanas del otoño y sus raíces servían para reducir la erosión de ríos y ramblas sobre las tierras de labor. Muchos de esos servicios todavía son provistos, en sus abundantes oquedades amadrigan ginetas y garduñas y de su pródiga madera muerta se alimentan insectos xilófagos de imponente factura. La población turolense de ciervo volante compite con las poblaciones sicilianas de este enorme coleóptero por ser los ciervos volantes europeos más al sur de todo el continente. Y ellos están porque los trasmochos están, en caso contrario, no estarían. Tal vez, yo tampoco.

Dehesa de chopos cabeceros en Aliaga
La modernidad no combinó lo mejor de las sociedades tradicionales con lo nuevo, arrasó con todo. Los chopos cabeceros no fueron arrancados, pero no había ya razón económica alguna para practicarse la escamonda cuando tocase. El grave problema que estos cambios de uso acarrea es que, si bien el manejo de estos árboles es positivo pues incrementa su longevidad, de no llevarse a cabo el árbol pierde vigor y por el peso que soporta, las enormes vigas acaban desgajándolo. Y a estas alturas, sin los chopos cabeceros, están en peligro los magníficos paisajes del sur de Teruel, de las cuencas del Jiloca, del Guadalope o del Alfambra y toda la fauna que depende de éstas dehesas. Pero como con casi todo lo que sucede en Teruel, mientras sus gentes no reblan, no se ha dicho la última palabra. Y los chopos cabeceros, en estos momentos, pueden mirar con la toza bien alta al futuro. Cuentan con buenísimos aliados entre los descendientes de quienes los plantaron, cuidaron y escamondaron durante siglos.

Imbuido de una plenitud extraña, marcho cara Calomarde. Si bien, me da que no será ésta la única parada etnológica del día. Las salinas de Royuela, eso sí con sutileza, me convocan. Empieza a golpear el sol con toda su crudeza. No mentía el parte meteorológico con lo de la ola de calor. Y las salinas, me temo no las ponían a la sombra.

jueves, 1 de diciembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-El Algarbe (II)

Miradas de sorpresa. “¡Ya estás aquí!” me dice José, convencido de que, de darles alcance, no lo iba a hacer con tanta celeridad. La explicación es sencilla. Por pista, los coches no pueden sacar de su motor, lo que pueden sacar en carretera y la bicicleta, sin embargo, si el firme está bien, como ha sido el caso, consigue más de su mecánica y de la tracción animal que la impulsa, de lo que, engañosamente, pueda parecer. 

Valle del Cabriel
Descender este vallecillo ha sido una experiencia extraordinaria. Dejar que la pendiente termine el trabajo y disponer mi cuerpo, en pie sobre la bici, con el cometido único de distribuir su peso para que actúe de timón y esquivar, de este modo, los baches y piedras que pueden suponer un riesgo serio de caer y morder el polvo, es un gustazo. 

Una orquídea: Platanthera sp.
En nada me doy de bruces con los coches, aparcados a escasos metros del amplio camino. Acuesto el velocípedo en las verdísimas y largas herbáceas del fondo del valle, que mucha humedad conserva, y voy a unirme con el grupo. El paseo nos conduce a algunos otros bellísimos ejemplares y, en mi caso y en el de alguno más, a la fotografía de invertebrados: lepidópteros y coleópteros (mariposas y escarabajos para los amigos). 

Una nimfálida: Coenonympha glycerion
Mariposas del género Melagarnia han sido habituales estos días. Por mi experiencia, los licénidos lo son habitualmente. Aunque esto cabría relativizarlo. Mi admiración por ellos deja impresa en la memoria encuentros sin fecha ni horario, encuentros que mueven a mi razón a considerarlas abundantes cada mes de climatología agradable y es muy posible (bendita humildad), que esto no sea así. Mi cuaderno de campo es un desastre los días en que la galbana se apodera de la parte racional de mi espíritu naturalista y presto toda mi atención a la observación de las formas y de los colores, y todo mi desafecto, a los latinajos y la fenomenología. 

Una licénida: Polyommatus icarus
Me da a mí que José está ralentizando todo un poco para que a mí me de tiempo de participar de la jornada. ¡Será bribón! El grueso del grupo marcha hacía Frías en los coches, al condumio, si bien harán antes una parada en altura, en las proximidades de la Peña de los Ajos, para ver a la mariposa apolo.  Si hay suerte, claro. Un hermoso lepidóptero de la familia Papilionidae, de alas de algodón blanco, con ocelos negros y sanguinos que yo tuve la fortuna de observar, a decenas, no hace mucho en Rubielos de la Cérida, donde fue nacido el abuelo allá por 1917. La presunta estratagema (no deja de ser una suposición no contrastada) de José me concederá un tiempo precioso; recorreré la distancia entre el Cabriel y la sima de Frías y podré, incluso, detener mi velocípedo para tomar algunas fotos de la altiplanicie. A mi derecha se yerguen magníficos los Montes Universales. 

 Un coleóptero: Milabris quadripunctata
Yo no pierdo altura, tampoco la gano. Amarillea todo en derredor. Año seco. Las sabinas rastreras, bien tupidas sobre el pajizo herbazal, alcanzan a hipnotizarme. Me llego a la sima de Frías cuando lo hace el resto. El boquete es descomunal, aquí parece que el techo de la gruta, excavada por el agua tras miles de años de paciente acción erosiva sobre el carbonato cálcico, se vino abajo. Rodeamos la dolina en un paseo breve. Los negativos de varios fósiles marinos han quedado impresos en varios puntos, a la orilla del vacío. Voy deshidratado. Menos mal que no queda nada ya a Frías y que es, lo que resta, una bajada placentera. 

Un segundo coleóptero: Amphimallon solstitiale
Comemos en el Mesón Alto Tajo. Estamos un grupillo de “comeflores” y nos tratan fetén, fetén. Migas y pisto. Disfruto enormemente de la conversación a este lado de la mesa. Roser y José María viven en Barcelona, si bien él tiene (no recuerdo ahora si todas, al menos sí una parte) sus raíces en Pozondón. Están cansados de los agobios de la gran ciudad y se están planteando, seriamente, una vida a este lado del mundo. El gran inconveniente, para variar, el cocido. Dónde, o cómo, podrían obtener los ingresos, que no por ser menores, dejarían de ser necesarios. Me enternece su iniciativa, yo algunos días, y cada vez más a menudo, pienso también en volver.

Inmediaciones de la Peña de los Ajos
José María también le da al deporte de la canasta. En ocasiones dispara al aro en la cancha de Pozondón, cuando la luz del día decae y las sombras se hacen de una longitud insondable en la paramera. La pista y el frontón por los que pasé mi primer día de pedaleo, rumbo a Orihuela del Tremedal, son su patio de juegos. Quizá en otro viaje yo pedalee, como en éste, por el lugarón y podamos disparar a ese solitario aro de Pozondón juntos. Y quién sabe, quizá entonces, estemos ya todos de vuelta.

Sima de Frías
Concluye la sobremesa. Despedidas y deseos de lo mejor. Han sido dos días estupendos. A ver si repiten, los de AETSA, el año que viene y me puedo acercar, de nuevo, a lomos de mi, nunca bien ponderada, compañera de metal y accesorios varios, de no metal. Como en otros saraos del estilo, sé que no volveré a coincidir con muchos de los asistentes. Dos días no dan para mucho, y hay con quien no he cruzado palabra, pero aun a pesar de eso, nos une compartir intereses y eso siempre deja en mí, con las despedidas, una sensación de desamparo. Además, a partir de ahora, habré de proseguir en soledad y la circunstancia, amplia esa sensación a niveles desconocidos para mí. 

Desde el Alto los Pozuelos
Agito mi mano al pasar junto a sus coches. He tomado el desvío hacia Moscardón. Me pregunto cuál será su gentilicio y sonrío entre mí. He de subir el Alto los Pozuelos. Buena rocha, mejor todavía recién comido. A mis pies, y a sus ruedas, quedará toda la dehesa cuando culminemos la ascensión. Me sentaré un rato y pensaré en el día y en que la superficie abrupta sobre la que Frías se asienta es, al espíritu, un presente inigualable. No deseo marchar, por alguna extraña razón que no acierto a comprender, que tampoco acertaría a explicar, podría quedarme en la contemplación del espectáculo horas enteras, puede que días enteros. Pero existe, igualmente, belleza en el sendero que uno sigue mientras anda siguiéndolo, (cicla siguiéndolo, en mi caso). Voy a llanear un ratico y luego será ya todo bajar hasta Moscardón.

Antes de llegar al pueblo, me detengo a la sombra de un monumental pino negral. Hemos cambiado ya de piso, la altitud es sensiblemente inferior y los pinos silvestres han quedado atrás. El hermano vegetal ha recibido el impacto de un relámpago, el cual ha dejado su rubrica impresa a lo largo de todo el tronco como un recordatorio de que hay poderes inmensos, mayores que la mano del ser humano y que hacen, y deshacen, a su antojo. 

Pinus nigra monumental en Moscardón
Voy deshidratado todavía. En Moscardón hago una parada larga. Me ha resultado sorprendente el emplazamiento: la ventana abierta a la barranquera, el arroyo de el Castellar abajo, discurriendo en la compañía del susurro foliar de los chopos y las sargas, y el pueblo encaramado, como haciendo equilibrios a su orilla. Destaca la Iglesia Parroquial, el edificio es imponente. Un edificio religioso fortificado del siglo XVI que pudo tener comunicación visual con la torre del Andador, en Albarracín, según sostiene la tradición oral. Y quedo embrujado por la sencillez honesta de su plaza, por el porticado del ayuntamiento y las casas en derredor que conservan ese aroma de la arquitectura adscrita al terreno y al clima. 

Llego al Algarbe, destino para hoy. El último tramo se me hace duro por lo justico que voy hoy de fuerzas. En uno de los bares del pinar, en su terraza, me doy un homenaje en forma de un par de botellines de cerveza de tercio. ¿O fueron tres? Ya no recuerdo. Sólo que al entrar en la pradera, en las inmediaciones del establecimiento, quien parece regentar el bar me increpa diciéndome: “aquí no se puede entrar con vehículo”. Su tono me incita a considerar que no está hablando en serio, aunque su semblante indica lo contrario. Con todo, le respondo, siguiendo con la presunta broma: “¿de esta clase tampoco?” “De esos precisamente.  Esos, cuanto más alejados, ¡mejor! no se me vaya a pegar algo”. Y ambos reímos con su ocurrencia. 

Moscardón
Mientras doy cuenta de la cerveza, y descanso, entablo una amigable conversación con él y las personas que, con él, están sentadas a escasos metros, también en la terraza. Cuando presiento que la pereza va a hacer acto de presencia, y va a terminar por desplomarme, me encamino hacia el campin. 

En apenas veinte minutos estoy instalado. Paseo, que haya poco dispendio en edificios me agrada. Una ducha rápida me deja como nuevo (esta manida expresión no se la cree nadie). El día ha sido duro, las temperaturas andan desbocadas (para la fecha en la que nos encontramos), y no he bebido el agua necesaria. Mañana habré de levantar temprano, para pedalear con no demasiado calor. Antes de marchar a dormir me cocino esa bazofia precocinada con setas que he transportado hasta aquí desde Santa Eulalia y, lo que es muchísimo peor, me la como. 

Con lo que me gusta cocinar, y comer bien, no sé como puedo abrevarme semejante ponzoña con tanta ligereza.

Home, sweet home

jueves, 24 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-El Algarbe (I)

En diez minutos tengo todo recogido. Me ducho antes de salir, he de aprovechar las instalaciones. Tanta higiene acabará por matarme, me digo socarrón. Ya les he dicho a José y a Begoña que no cuenten conmigo, que iré a mi ritmo y si puedo participar de las orquídeas, algún rato, pues miel sobre hojuelas, en caso contrario, pues ajo y agua. 

Desayuno un café con leche y una tostada con aceite. Ayer no cené, no me apeteció nada echarme la mínima cantidad de algo al cuerpo; ya veremos cómo va el día. El tipo del hostal es correcto. No exterioriza sino un, aparente, enfado continuo. Quiero decir que es, en ocasiones, en mi opinión, demasiado serio. Luego, sin embargo, es atento a cuestiones a las que (soy demasiado consciente) no está acostumbrado: la bicicleta ha dormido bajo techo, ayer y hoy. Esto no es Zaragoza, en Griegos, a mi bici no va a pasarle nada por dormir en la calle, pero el detalle, para un cicloturista de alforja, no tiene precio. Contra pronóstico, al marchar me anima en mi viaje y ríe a mandíbula batiente, se le ilumina el rostro, tras decirle que así es “la vida del ciclista, si no vamos cuesta arriba, pues cuesta abajo”.

He estado a gusto mis dos días aquí, en el Hostal Muela de San Juan, me han tratado bien. Las más de las ocasiones, una joven del este que habrá venido aquí, como tantos otros vienen, persiguiendo una vida, presuntamente, mejor. Como hicieron mis abuelos en su momento, cuando el azafrán trajo los tractores y los tractores se llevaron el oficio del abuelo y hubieron de marchar a trabajar a Calahorra. La he observado trastear tras la barra, amagado tras un vaso de vino, y he pensado en los hijos que quizá sean ya suyos, o en los que quizá tendrá en el futuro, y me he preguntado si también ellos echan, o echarán, en falta la tierra de su madre como yo, tanto a veces, extraño la de mis abuelos. 

Villar del Cobo
Es genial la bajada desde Griegos hasta el desvío. Varios sapos aparecen, en destripe, sobre el gélido asfalto en la umbría.  Han sido atropellados la misma noche en que yo veneraba, con un respeto infinito, a la gran sapa que encontré en mi regreso de Guadalaviar. Muchas bajas provoca la carretera; recuerdo las bondades del ferrocarril, que jamás llegó a estas altitudes, y cómo se ha desvanecido su portentosa figura, abajo en el valle, hasta casi desaparecer. ¿Habrá corrido la sapa idéntico infortunio? Me apena la incertidumbre.

Se estrecha el paisaje. De nuevo las hoces calcáreas que anteceden a Villar del Cobo. Un viejo recoge manzanilla en la cuneta. Vuelvo a admirar la geomorfología del lugar, la roedora labor del agua de lluvia sobre el carbonato cálcico a lo largo de miles de años. Vuelvo a sobrecogerme con ese silencio insondable que rompe, tan sólo, la mecánica vieja y arguellada de mi anciana amiga metálica. Vuelvo a sentirme ínfimo, en comparación con la infinitud manifiesta del tiempo geológico, un sentimiento que me ha ido acompañando en este viaje reiteradamente. Vuelvo a sentirme ínfimo, pero pleno de vez. Y vienen a mi mente las palabras de Luther Standing Bear, aludiendo a esa gran fuerza unificadora que fluye a través de todas las cosas: las flores de la paramera, los vientos, estas rocas que me contemplan desde su altura, los árboles, los pájaros y los animales y, por supuesto, los seres humanos. Cuando alude, en ese libro que he leído y releído, de chico y de no tan chico, La Tierra del Águila Moteada, a la creencia de que todo está emparentado, pertenece a una misma familia, y que esto supone un principio irrebatible y absoluto. 

El paisaje vuelve a abrirse: Villar del Cobo. Ni veo, ni me doy de bruces, con el grupo de orquídeo-maniacos. Habrán marchado ya. Los veré en Frías. Sí que he confirmado mi asistencia a la comida, que es en un restaurante del lugar. 

Ser o no ser.
Villar está en un hondo: toca subir nuevamente. Al iniciar la rocha, un mastín, todavía cachorro, sube delante mío, no sin nerviosismo. Me mira con preocupación, vuelve su cabeza para vigilar mi paso, y lo hace en varias ocasiones. Luego se cambia de arcén, al izquierdo, y se gira de nuevo. No se detiene, no acelera su paso, pero gira su cabeza y me observa una vez más como preocupado. Al instante doblamos una curva y surge de la nada el rebaño que ayuda a pastorear. Un segundo mastín, adulto, nos ve llegar situado en el arcén derecho. También me obsequia con una mirada de sorpresa. Yo no me detengo, entre ambos perros paso acelerando la cadencia de mi pedaleo. El adulto levanta una de sus patas delanteras, adquiere una extraña postura defensiva, como de kung-fu, pero nada sucede. Pobre animal, creo que no tiene muy claro lo que se le viene encima. Quizá sea la primera vez que ve un cicloturista, con alforjas me refiero, cargado como una mula, con la casa a cuestas. Es una expresión de sorpresa con la que topo a menudo en este viaje, al atravesar los pueblos cansados, pero es la primera vez que me la encuentro en un perro. Paso entre los dos canes sin movimientos bruscos y me alejo poniéndome en pie en el velocípedo. Se rencuentran los canes y vislumbro, entre ellos, cierto cariño que yo echo en falta. Ninguno de los dos sabe, a ciencia cierta, qué los ha golpeado.

Subo. Lazadas y más lazadas van quedando atrás. El asfalto, sinuoso, atraviesa un pinar hermoso y la pendiente, no demasiado agresiva, me concede distraerme algo del esfuerzo y atender a la belleza consustancial a la naturaleza. 

El carboncillo y los pinceles del ganado responden por el paisaje
Supero la hondonada, atrás queda Villar del Cobo, cuya estampa me sedujo tan pronto me llegué a su periferia o tan pronto me alcanzó la imagen serena suya (con sus viviendas alineadas a la perfección y sus tejados ordenados cuidadosamente), los conos y bastoncillos, células visuales, que construyen mi manera de mirar. 

Un rato más tarde, me rebasan los orquídeo-maniacos. Tomaron café en Villar del Cobo y esta es la explicación de que no acertara a verlos a mi paso. José se detiene a mi altura y me explica la ruta que seguirán en su fructuosa búsqueda, por si me apetece seguirles (a mi ritmo, claro). Una vez concluye, ellos marchan. Antes Begoña hace un intento por que meta la bici en su furgoneta y me sume a la expedición mecanizada. Le agradezco el gesto, pero mi voluntad es firme. El día, con todo, va a resultar, en este particular apartado, sorprendente.

Charcas agonizantes y testimoniales campos interrumpen el pasto
Su primer objetivo es el nacimiento del río Tajo. Yo llego al desvío unos minutos después (la tracción animal es lo que tiene). Llevo un mapa turístico conmigo, el que edita AETSA, que me ayuda a comprender las indicaciones y conocer qué ruta, si decido seguir a José, Begoña y el resto de la tribu botánica, será la de hoy. Mi único objetivo es terminar en el camping de El Algarbe, lo demás me “sopla el bolsillo”. Miro el mapa: nacimiento del Tajo, luego valle del Cabriel: una pequeña vuelta para la que estoy físicamente más que preparado. Ojo, por pista, eso significa grava, piedras y arenas sueltas, los kilómetros no son comparables al recorrido por carretera, significará un mayor esfuerzo; la rueda girando en el vacío, mi cubierta no tiene tacos.

Me decido. Recuerdo la canción de Manolo: “cuando revientes, descansarás”. Ala pues, al nacimiento del Tajo. Qué pueden ser para mí, a estas alturas, diez kilómetros más, de ida, y otros diez, de vuelta. Si hay toros que están (y esto es una realidad constatable), en peor forma que yo. Lo pienso (somardismo al poder) pero no estoy, en absoluto, convencido. Las horas decidirán, las de músculos en tensión y sol en las mejillas y las de, abierto a los vientos, el corazón.

Tras una breve ascensión, el resto es llanear o descender. Aquí ha impuesto su carboncillo, y sus pinceles, el ganado; continúo empapado en el país de los trashumantes (un rebaño se alimenta en una suave ladera). Los pastos los interrumpen testimoniales campos de cereal. Y afloramientos mínimos de rocas calcáreas que, en el pasado, hubieron de ser el fondo de un mar profundo. Sabinas rastreras han ocupado el lugar que, en tiempos, quizás fue morada de carrascas y rebollos, sucumbidos ya al filo del hacha. Píceas, sí hay. Pinos silvestres imagino, por la altitud, con su estructura asalmonada probando a asediar los cielos. 

Nacimiento del río Tajo
Salvo el rebaño y su pastor, el resto del itinerario está libre de hombres y bestias domésticas. Desde las charcas que salpican los prados, amarilleados por un año particularmente severo, llega hasta mis oídos el canto rasgado de los batracios. Es el modo, quizá, de confirmar la sequedad omnipresente: cantan a un lodazal agonizante. Miro al cielo. Hoy tampoco va a llover y yo, que soy amarillo, deseo ser azul por un día.

Llego al nacimiento del Tajo, me temo, de milagro. He de decidir, en un par de bifurcaciones, por que camino continuar. Los pieles rojas somos así: nada de mapa, a dar rienda suela al instinto. El río Tajo se da a luz: esculturas de metal, enormes. Menuda novedad. Esta es la obsesión del hombre blanco, el rostro pálido ha de hacer muestra de su soberana estupidez en cualquier lugar, por recóndito que se encuentre. Éste, tampoco se ha salvado. Acaso no es, per se, bello el mundo ¿hay siempre que buscarle aditamentos innecesarios?

Miro el mapa y hago memoria. Repito entre mí, una por una, a conciencia, las explicaciones que me dio José Beneito cuando nuestro último encuentro. En apenas unos minutos estoy en el Cabriel. Es precioso lo que se observa desde la entrada al pequeño valle, siento como si cada hoja, cada rama, cada piedra, cada pájaro y cada suspiro del viento me trascendieran y me hicieran uno con el todo que se manifiesta mayúsculo en derredor mío. Mis compañeros orquideanos han de estar ahí abajo, me abalanzo, sin titubeos, a su encuentro. 

Entrada al valle del Cabriel

jueves, 17 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-Griegos

Aprovecho que el Guadalaviar pasa por Albarracín y me apunto a disfrutar de un fin de semana de orquídeas con quien se tercie. Me explico, AETSA, la Asociación de Empresarios Turísticos de la Sierra de Albarracín, organiza unas jornadas de orquideología en tres fines de semana. El último, que hoy comienza y mañana se clausura, está convocado en Guadalaviar, el pueblo, no el río. Así que decidí, en su momento, aprovechar mi paso por aquí y apuntarme al sarao y pensé, también en ese preclaro instante, dormir en Guadalaviar, y no en Griegos. Pero tocan campanas de boda; no hay alojamiento en el lugar, los convidados al casorio invaden hasta la última habitación disponible, así que pernocto en Griegos. Bien de mañana habré de desplazarme para tomar parte en la jornada de orquídeo-maniacos en Guadalaviar, no en el río, en el pueblo. 

Desciclo la dehesa, que ayer tarde ciclara hasta la ermita de la Magdalena, y prosigo recto, eludiendo el desvío a Villar del Cobo. Hago mi triunfal entrada en el lugar de convocatoria, en la plaza de Guadalaviar, con todos los asistentes a la fiesta ya en el punto de encuentro. Miradas de asombro. Qué bien me lo paso con estas cosas.

Saludo a Begoña, gerente de AETSA, a quien ya conozco del festival de El Pobo, quien está a cargo, en el apartado logístico, de la fiesta. Me alegra coincidir con Uge, al que tengo en gran estima. Cuyo trabajo admiraba ya tiempo antes de conocerle personalmente y cuya sencilla humildad, engrandece todavía más ese trabajo. Y conozco a José Beneito, que se va a encargar del apartado técnico del festejo, del que, desde meses atrás, sé pulular por el ciberespacio y que sabe mucho y, lo que es más importante, es más majo que las pesetas.

Caballos bebiendo en la fuente Feliz
Primera parada, fuente Feliz. He dejado la bicicleta candada en Guadalaviar y me he sumado a uno de los vehículos privados de combustión interna, hoy descanso. Recién descendidos de los autos nos recibe un puñado de caballos imponentes, un racimo de equinos magníficos cuya curiosidad acerca hasta nuestra posición. Beben agua. Beben el agua de la fuente y el paisaje queda reducido a su estructura magnífica. Ojos, no tenemos que para ellos. 

En el merendero de la Fuente nos presentamos, cada cual a su estilo y desde ese primerísimo segundo, a partir del que queda definitivamente conculcado el derecho al anonimato, claro queda quien va a dar la nota, sin descanso, lo que dure este tiempo en común. Y no voy a decir más porque a mí no me gusta hablar. El grupo es, sin embargo, heterogéneo y la diversidad es siempre bienvenida, aquí y en Sebastopol. 

Damos una paseo. Buscamos orquídeas, es obvio. Está todo más seco de lo que la fecha en el calendario gregoriano vigente haría presagiar. No ha llovido esta primavera ni en los tempranos días del verano. A pesar de la coyuntura climatológica, agradecido es el entorno y las primeras especies se asoman a nuestra mirada infantil con rapidez. Todos sacamos fotos. 

Dactylorhiza elata
Con todo el pescado vendido, regresamos a los vehículos y partimos en pos de otro lugar en que probar suerte. En algún punto de la Muela de San Juan aparcamos los utilitarios y almorzamos. Begoña, concienzuda defensora de todas y cada una de las virtudes de esta extremadura aragonesa, ha traído productos de la gastronomía local en un entrañable capazo de esparto: queso de Ródenas y pan, jamón y embutidos de Bronchales. El menú-degustación es de primera, lo que confirma la fruición con la que dan buena cuenta del mismo los comensales. En la parte que me compite, tanto el queso como el pan están para rechuparse los dedos.

Me maravilla que, en el desbarajuste demográfico que es la provincia de Teruel, sucedan, con inusitada frecuencia, estas personas enormes que aman la tierra en que viven y que trabajan, desde sus destrezas, y en la medida de sus posibilidades, para que deje atrás el estado de abandono en que se encuentra y pueda entrar con pie firme en el futuro inmediato. Un puñado de nombres y apellidos se me vienen a la mente de inmediato.  Siempre, por nimio que sea, queda un rescoldo encendido en esa gran hoguera en potencia que es la esperanza. Y siempre, deseo que algo de lo que de ellos aprendo, quedé para mí.  

Concluido el ágape, damos otro paseo a ver qué nos encontramos, que es poca cosa, por la fuente de La Malena, que nos coge de paso, y después a Griegos a comer.  Creo recordar que para los "raritos" el menú, en el Hostal “La Muela de San Juan”, fue ensalada de rulo de cabra, un clásico, y pasta con hongos, un no tan clásico. Todo estupendo. Buena mano tuvo, y tiene, la cocinera, e imaginación.  Antes de entrar a comer, de esas cosas que sólo suceden en Teruel: en la plaza un remolque para ganado muestra, sin complejos, una matrícula escrita con rotulador sobre un pedazo de cartón y, el pedazo, sostenido a la carrocería con cinta americana. 

Spiranthes aestivalis
Lo de las orquídeas es un no parar. Tras los cafés marchamos en pos de nuevos ejemplares. Uno en particular lo tiene José localizado en el rebollar por el que ayer circuló mi burra. Está todo bastante seco, pero por probar, en principio, poco se pierde. En principio. En aquella costera del demonio más de uno está a pocas de dejarse los cuernos. Nos entra el sentido común a tiempo y, con bien de cuidado, descendemos al lugar en que aparcamos los coches. 

Qué locura, todo eso por una flor, una flor diminuta y de esplendor fugaz. Lo que mola son los videojuegos y las viviendas unifamiliares adosadas, pensará alguno. Jardines dirigidos a conciencia por la mano del hombre, sin pendientes en que arriesgar la crisma, con setos bien perfilados, a podadera, bien perfilados e inmutables. Ahí radica, sin embargo, la magia de las orquídeas. En esa carrera evolutiva de la que todos formamos parte, que a nosotros nos ha conducido a tener la supervivencia de la vida del planeta, tal y como la conocemos, en nuestras manos, a ellas las ha llevado a botánicas cotas insospechadas y sin necesidad de tener, en sus manos, la vida de nadie. Han desarrollado, a resultas, miles de estructuras florales diferentes, con miles de tonalidades distintas, combinadas al capricho de Darwin. De este modo, se ahorran el coste energético que supone la producción de néctar, sin renunciar a los insectos polinizadores, que dócilmente caen en el engaño que tejen sus flores. Y han reducido al máximo el peso de su simiente para que sea esparcida por el hermano viento lo más lejos posible. Ahí el riesgo, pero quien no arriesga no prevalece: la simiente habrá de encontrar cuanto antes el hongo, uno en particular que en micorrízica asociación, contribuya a que la nueva plántula adquiera del sustrato, en las mejores condiciones, los nutrientes que le resultarán imprescindibles para su pervivencia. El malabarismo evolutivo es de aúpa.  No sé si son estas las razones que guían a muchas personas a buscar orquídeas cuando asoma la primavera. Son las mías. 

Rebollar en La Solana
Se da por terminada la jornada. Nos encaminamos a Guadalaviar, al pueblo, no al río. Allí he dejado la bicicleta, confío, bien candada. Aún he de regresar a Griegos. Pero la noche es joven y las horas de soledad, de las jornadas pasadas, pesan un algo. Así que nos vamos de bares por el pueblo, que no solo se vive del medio natural. Es más, en lo que concierne a estas latitudes, el medio, de natural, tiene más bien poco y comprenderlo, interpretarlo correctamente, pasa por comprender los usos, intentarlo al menos, de las gentes que han modelado este paisaje. 

Es este el país de los trashumantes, ganaderos que cada invierno se desplazan al sur con sus rebaños, a pie, en busca de los pastos que el clima serrano no les puede proporcionar. Andalucía y La Mancha son los destinos; a centenares de kilómetros de aquí han residido ellos y sus familias, desde siglos atrás, una parte importante del año. En tiempos, todos cruzaban la Península durmiendo al borde del camino semanas enteras, ahora los hijos y las mujeres lo hacen en automóvil, para que aquellos no pierdan compás en sus clases. Su legado, el de estos esforzados zagales, es el vínculo último que nuestras sociedades mantienen con ese nomadismo que nos vio nacer en el África profunda y nos esparció por los cinco continentes. Quien crea que vine sólo a buscar paisaje, se equivoca. 

Paisaje agroganadero 
Una de las personas con las que comparto cervezas esta tarde es Humi Martínez, guía del Museo de la Trashumancia de Guadalaviar, que fue trashumante durante años y cuyo caudal de conocimientos, en relación a esta hermosa forma de vida, presumo ingente. Al igual que la enorme cantidad de cultura de otros lares que estos ganaderos nómadas han integrado, no sólo en las costumbres de Guadalaviar, en las de toda la extremadura aragonesa, y de la que Humi da breves, pero sólidas pinceladas. Me quedará pendiente la visita al museo, una excelente excusa para regresar.

Se ha feito de nueit, que diría Pepe Lera. Es momento de regresar a Griegos, donde pernocto. Jornada redonda, pienso para mí al pedalear en la oscuridad ataviado con el casco, el frontal y el piloto, rojo e intermitente, trasero. Una formidable sapa se cruza en mi camino a pocas de llegar a mi destino. La aparto con veneración, soy consciente de mis deudas con ella y de que está prohibido hacerle daño. En unos minutos me acostaré y algo me dice que, quizá sólo por un rato, me sentiré enormemente bien soñando con ser, yo también, en algún momento en el futuro, trashumante.

Hembra de Bufo bufo

jueves, 3 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Mirador de la Portera-Griegos (II)

Este viaje es de despedida. A La Maga le queda poco camino que recorrer, se ha ganado un digno retiro. Son casi veinte años juntos, ha sacado siempre lo mejor de mí y me ha hecho inmensamente feliz en todas y cada una de las carreteras y en todos y cada uno de los caminos que hemos recorrido juntos. Los recuerdos bullen en mi cabeza. Las proezas del pasado, los momentos duros cuando flaqueaban las fuerzas y las risas y las canciones, cuando no, todo aflora en esta soledad que me he autoimpuesto y que es uno de los principales atractivos de este viaje. En esta bicicleta sin parangón me he hice una parte importante de lo que ahora soy. Necesitaba rencontrarme conmigo mismo. La guinda a casi dos décadas de carretera está siendo sensacional.

Puerto de Tramacastilla, 1.395 m.
Descender toca. A continuación, breve ascenso para darme de bruces, de esas maneras, es cierto, con la señal emplazada en el más elevado punto de la carretera entre Noguera de Albarracín y Tramacastilla. He pasado de la cuenca del Noguera a la cuenca del Guadalaviar. Podría seguir su curso hasta la ciudad de Albarracín y luego hasta Gea de Albarracín, pero pronto terminaría mi visita a estos paisajes serranos de ser así y es algo que no deseo. A la entrada de Tramacastilla una pequeña ermita me recibe. Me retrotrae a las de idéntica construcción que abundan por la sierra de Gúdar y que me sirven para bromear con Deme: “¡pues no sois poco espabilaus los de Gúdar, que construyendo todas las ermitas del mismo modo, os ahorráis pagar un nuevo proyecto cada vez!”

Ermita en Tramacastilla
El cubículo oracional ocupa una superficie similar al porche. Me poso un rato a la certera sombra que éste ofrece a reflexionar. Cuento con la ayuda inestimable de la canción que entonan las hojas de los chopos, al ser agitadas por la brisa del mediodía. 

Todavía hace calor, es hora de comer. Echaré un vistazo por el lugar. El yeso rojo impregna las fachadas, el óxido de hierro enaltece la sobria arquitectura del lugar. Robustos, los edificios presentan en sus ventanas imponentes forjados. La teja árabe culmina las edificaciones. 

Como aquí, en el bar de la plaza, sentado bajo una carpa que aligerará los rayos del sol. Pido cerveza, cómo no. Fría. Es lo único que ahora se me antoja como un deseo absoluto. Pido también un bocadillo de queso. El tipo del establecimiento, amable, me pregunta si lo quiero con tomate untado en el pan. La duda ofende, por supuesto que sí. Me tratan bien, muy bien. 

Tramacastilla
La parroquia local charra sobre la crisis económica y todo el mamoneo que ahora es puntualmente hecho público por los (nunca suficientemente bien ponderados), medios de comunicación. Tienen las cosas claras. En el Teruel tradicionalmente austero, y por los tradicionalmente austeros turolenses, es difícil comprender qué es lo que ha sucedido, a qué cuento la deuda externa ha adquirido las proporciones que ha adquirido y qué necesidad tenían los imputados de meter la mano donde no debían. Me reconcilia algo con mis semejantes escuchar la conversación.

Mientras doy cuenta del bocadillo, un licénido, una pequeña mariposa que pasa habitualmente desapercibida, me obsequia con sus diminutos topos y sus colores metálicos, con sus negros ojos embriagadores. Mi abuela me enseñó, a su manera, imagino que como educan las personas sencillas, a amar la modestia y lo modesto, a encontrar la belleza en las cosas inapreciables.

Barranco Hondo
Tomo café en el interior, sentado en la barra. Leo el Diario de Teruel. Pienso en este país vacío. Pienso en cómo será venirse aquí en lo prieto del invierno. Me aterra ser perfectamente consciente de la respuesta a las cavilaciones que me asedian. Marcho.

Otra vez cara arriba, esto es un sinvivir. Durante la fiebre del oro en California, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, mulas hubo que cargaron menos peso del que yo cargo hoy. Buena rocha, así, sin calentar y recién comido. ¿Quién dijo miedo? 

De juguete parece ya Tramacastilla encaramado aquí arriba. Sigo el curso del río Guadalaviar, a mi izquierda quedan los estrechos que éste ha excavado en su discurrir ancestral: Barranco Hondo. La subida no es un caramelico, pero la pendiente es constante, lo que me resulta una inestimable ayuda a la hora de adaptarme a un ritmo de pedalada cadencioso que va a permitirme el resuello mínimo como para poder admirar la labor del agua en el modelado de este paisaje calcáreo. Pinos negrales salpican las laderas, un bosque abierto y ceniciento.

Puerto Alto de Calamocha, 1.550 m.
Alcanzo un conciso altiplano en que la conífera ha cedido su cetro vegetal a la sabina rastrera. Amarillea el herbazal, la primavera y el principio del verano han sido demasiado secos, incluso a estas altitudes. Tras llanear varios cientos de metros me topo con la indicación de puerto: Alto de Calamocha. Esto sí que no me lo esperaba. Una risa tonta se apodera de mí y he de parar a terminar de desombligarme por lo hilarante de la situación. ¿Quién pudo concebir algo así? La toponimia es caprichosa, sin duda. El nombre del lugar viene del árabe, de Qal’at Musa, que significa fortaleza de Musa (y esto vale también para Calamocha-ciudad, fundada por este tipo, por este Musa, Musa ibn Musa, que diría James Bond). 

Musa ibn Musa, de los Banu Qasi de toda la vida, llamado también al Qasaw (el Grande), vivió en el siglo IX y fue gobernador (bastante de liarla parda, por lo visto), de lo que hoy es Tudela, Huesca, Zaragoza y Lérida. Su padre se decía Musa ibn Fortún y su madre Oneca, quien fue viuda de Íñigo Jiménez y madre del futuro rey Íñigo Arista de Pamplona, así que Musa ibn Musa fue hermanastro de éste (aquello debía ser un contubernio que para qué). Según Jerónimo Zurita (que tiene un instituto con su nombre en Zaragoza por su condición de cronista mayor del reino), en sus Anales de la Corona de Aragón, fueron nuestros reyes, los aragoneses, los de la Casa de Aragón, descendientes del rey pamplonés y es esta la razón de que su cruz, la de Íñigo Arista, una cruz patada apuntada en su brazo inferior y de plata, sobre fondo azul sea uno de los cuatro cuarteles del escudo de Aragón. 

Puntal del Norte
Prosigo camino. Las parideras en el altiplano diminuto recuerdan el ancestral uso ganadero de estos lares. Pierdo, otra vez, altura. Los estrechos no son ya tan estrechos, si bien continúo siguiendo el curso del Guadalaviar. A mi derecha, en un paraje que los mapas reconocen como La Solana, un hermoso rebollar me impone detenerme para confirmar el verdor sucinto de sus hojas, considerablemente menos amplias que las que, bravos, los marojos lucían en las proximidades de Bronchales, en la carretera que conduce a Sierra Alta, en su porfía con el pino silvestre. Y frente a los Quercus faginea, testigo de su botánica embriagadora, se yergue el soberbio farallón calizo Puntal del Norte. Qué hermoso lugar inesperado, pienso entre mí.

En la distancia, Villar del Cobo me resulta de una belleza que deslumbra. Su skyline intimida mis lágrimales y sus alineados edificios, como mostrando respeto a quien por la carretera se aproxima, obnubilan mi entendimiento. Incapaz soy de explicar cómo deje pasar tantos años para dejarme caer por estos magníficos lugares. Tras la torre de la iglesia se adivina la Hoz de Búcar, estrecho por el que me encaminaré para llegarme a Griegos. Unos hombres de más de mediana edad replegan la paja y la suben a un pequeño remolque, qué magnífica oficina.

Villar del Cobo
En el bar de Villar del Cobo me detengo a echar otra cerveza. Es julio y no evito otra vez idéntica escena: la edad media de los jugadores de naipes distribuidos por las mesas del establecimiento supera la de la jubilación. Dos zagales más jóvenes beben zumo y refresco apoyados en la barra, sin intercambiar parecer alguno. Bromea conmigo el camarero, me pregunta si el tubo que le he pedido lo quiero vacío, sin más, o lleno de cerveza. 

En los bancos las buenas gentes toman la fresca. Me miran con extrañeza. Seguro que piensan de qué institución psiquiátrica se ha escapado este tipo que lleva la casa a cuestas y días sin peinarse, y en su rostro se aprecian las horas de sol y de sudor, y en sus ojos el itinerario que se hace para no volver a ser el mismo que uno era cuando partió. Saludo al pasar. Me devuelven el saludo. Mi impresión es la de regresar a mi cotidianidad estival cuando niño. Me pregunto quién soy realmente y evoco para mí los versos de Alberti: “¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?”

Hoz de Búcar
La Hoz de Búcar me cautiva. He de imponerme no detener mi rumbo demasiadas veces para tomar fotografías, lo haría a cada instante, con cada nuevo metro de carretera. El silencio es, además, sobrecogedor. Me apena ser consciente de que, en nada, quedará atrás la garganta, se abrirá de nuevo el terreno y regresarán cerrados bosques de coníferas, abiertos prados destinados a forraje y las sabinas rastreras en los pastos destinados al ganado. Un ratonero espléndido me da la bienvenida a estos parajes. Griegos finalmente.