jueves, 24 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-El Algarbe (I)

En diez minutos tengo todo recogido. Me ducho antes de salir, he de aprovechar las instalaciones. Tanta higiene acabará por matarme, me digo socarrón. Ya les he dicho a José y a Begoña que no cuenten conmigo, que iré a mi ritmo y si puedo participar de las orquídeas, algún rato, pues miel sobre hojuelas, en caso contrario, pues ajo y agua. 

Desayuno un café con leche y una tostada con aceite. Ayer no cené, no me apeteció nada echarme la mínima cantidad de algo al cuerpo; ya veremos cómo va el día. El tipo del hostal es correcto. No exterioriza sino un, aparente, enfado continuo. Quiero decir que es, en ocasiones, en mi opinión, demasiado serio. Luego, sin embargo, es atento a cuestiones a las que (soy demasiado consciente) no está acostumbrado: la bicicleta ha dormido bajo techo, ayer y hoy. Esto no es Zaragoza, en Griegos, a mi bici no va a pasarle nada por dormir en la calle, pero el detalle, para un cicloturista de alforja, no tiene precio. Contra pronóstico, al marchar me anima en mi viaje y ríe a mandíbula batiente, se le ilumina el rostro, tras decirle que así es “la vida del ciclista, si no vamos cuesta arriba, pues cuesta abajo”.

He estado a gusto mis dos días aquí, en el Hostal Muela de San Juan, me han tratado bien. Las más de las ocasiones, una joven del este que habrá venido aquí, como tantos otros vienen, persiguiendo una vida, presuntamente, mejor. Como hicieron mis abuelos en su momento, cuando el azafrán trajo los tractores y los tractores se llevaron el oficio del abuelo y hubieron de marchar a trabajar a Calahorra. La he observado trastear tras la barra, amagado tras un vaso de vino, y he pensado en los hijos que quizá sean ya suyos, o en los que quizá tendrá en el futuro, y me he preguntado si también ellos echan, o echarán, en falta la tierra de su madre como yo, tanto a veces, extraño la de mis abuelos. 

Villar del Cobo
Es genial la bajada desde Griegos hasta el desvío. Varios sapos aparecen, en destripe, sobre el gélido asfalto en la umbría.  Han sido atropellados la misma noche en que yo veneraba, con un respeto infinito, a la gran sapa que encontré en mi regreso de Guadalaviar. Muchas bajas provoca la carretera; recuerdo las bondades del ferrocarril, que jamás llegó a estas altitudes, y cómo se ha desvanecido su portentosa figura, abajo en el valle, hasta casi desaparecer. ¿Habrá corrido la sapa idéntico infortunio? Me apena la incertidumbre.

Se estrecha el paisaje. De nuevo las hoces calcáreas que anteceden a Villar del Cobo. Un viejo recoge manzanilla en la cuneta. Vuelvo a admirar la geomorfología del lugar, la roedora labor del agua de lluvia sobre el carbonato cálcico a lo largo de miles de años. Vuelvo a sobrecogerme con ese silencio insondable que rompe, tan sólo, la mecánica vieja y arguellada de mi anciana amiga metálica. Vuelvo a sentirme ínfimo, en comparación con la infinitud manifiesta del tiempo geológico, un sentimiento que me ha ido acompañando en este viaje reiteradamente. Vuelvo a sentirme ínfimo, pero pleno de vez. Y vienen a mi mente las palabras de Luther Standing Bear, aludiendo a esa gran fuerza unificadora que fluye a través de todas las cosas: las flores de la paramera, los vientos, estas rocas que me contemplan desde su altura, los árboles, los pájaros y los animales y, por supuesto, los seres humanos. Cuando alude, en ese libro que he leído y releído, de chico y de no tan chico, La Tierra del Águila Moteada, a la creencia de que todo está emparentado, pertenece a una misma familia, y que esto supone un principio irrebatible y absoluto. 

El paisaje vuelve a abrirse: Villar del Cobo. Ni veo, ni me doy de bruces, con el grupo de orquídeo-maniacos. Habrán marchado ya. Los veré en Frías. Sí que he confirmado mi asistencia a la comida, que es en un restaurante del lugar. 

Ser o no ser.
Villar está en un hondo: toca subir nuevamente. Al iniciar la rocha, un mastín, todavía cachorro, sube delante mío, no sin nerviosismo. Me mira con preocupación, vuelve su cabeza para vigilar mi paso, y lo hace en varias ocasiones. Luego se cambia de arcén, al izquierdo, y se gira de nuevo. No se detiene, no acelera su paso, pero gira su cabeza y me observa una vez más como preocupado. Al instante doblamos una curva y surge de la nada el rebaño que ayuda a pastorear. Un segundo mastín, adulto, nos ve llegar situado en el arcén derecho. También me obsequia con una mirada de sorpresa. Yo no me detengo, entre ambos perros paso acelerando la cadencia de mi pedaleo. El adulto levanta una de sus patas delanteras, adquiere una extraña postura defensiva, como de kung-fu, pero nada sucede. Pobre animal, creo que no tiene muy claro lo que se le viene encima. Quizá sea la primera vez que ve un cicloturista, con alforjas me refiero, cargado como una mula, con la casa a cuestas. Es una expresión de sorpresa con la que topo a menudo en este viaje, al atravesar los pueblos cansados, pero es la primera vez que me la encuentro en un perro. Paso entre los dos canes sin movimientos bruscos y me alejo poniéndome en pie en el velocípedo. Se rencuentran los canes y vislumbro, entre ellos, cierto cariño que yo echo en falta. Ninguno de los dos sabe, a ciencia cierta, qué los ha golpeado.

Subo. Lazadas y más lazadas van quedando atrás. El asfalto, sinuoso, atraviesa un pinar hermoso y la pendiente, no demasiado agresiva, me concede distraerme algo del esfuerzo y atender a la belleza consustancial a la naturaleza. 

El carboncillo y los pinceles del ganado responden por el paisaje
Supero la hondonada, atrás queda Villar del Cobo, cuya estampa me sedujo tan pronto me llegué a su periferia o tan pronto me alcanzó la imagen serena suya (con sus viviendas alineadas a la perfección y sus tejados ordenados cuidadosamente), los conos y bastoncillos, células visuales, que construyen mi manera de mirar. 

Un rato más tarde, me rebasan los orquídeo-maniacos. Tomaron café en Villar del Cobo y esta es la explicación de que no acertara a verlos a mi paso. José se detiene a mi altura y me explica la ruta que seguirán en su fructuosa búsqueda, por si me apetece seguirles (a mi ritmo, claro). Una vez concluye, ellos marchan. Antes Begoña hace un intento por que meta la bici en su furgoneta y me sume a la expedición mecanizada. Le agradezco el gesto, pero mi voluntad es firme. El día, con todo, va a resultar, en este particular apartado, sorprendente.

Charcas agonizantes y testimoniales campos interrumpen el pasto
Su primer objetivo es el nacimiento del río Tajo. Yo llego al desvío unos minutos después (la tracción animal es lo que tiene). Llevo un mapa turístico conmigo, el que edita AETSA, que me ayuda a comprender las indicaciones y conocer qué ruta, si decido seguir a José, Begoña y el resto de la tribu botánica, será la de hoy. Mi único objetivo es terminar en el camping de El Algarbe, lo demás me “sopla el bolsillo”. Miro el mapa: nacimiento del Tajo, luego valle del Cabriel: una pequeña vuelta para la que estoy físicamente más que preparado. Ojo, por pista, eso significa grava, piedras y arenas sueltas, los kilómetros no son comparables al recorrido por carretera, significará un mayor esfuerzo; la rueda girando en el vacío, mi cubierta no tiene tacos.

Me decido. Recuerdo la canción de Manolo: “cuando revientes, descansarás”. Ala pues, al nacimiento del Tajo. Qué pueden ser para mí, a estas alturas, diez kilómetros más, de ida, y otros diez, de vuelta. Si hay toros que están (y esto es una realidad constatable), en peor forma que yo. Lo pienso (somardismo al poder) pero no estoy, en absoluto, convencido. Las horas decidirán, las de músculos en tensión y sol en las mejillas y las de, abierto a los vientos, el corazón.

Tras una breve ascensión, el resto es llanear o descender. Aquí ha impuesto su carboncillo, y sus pinceles, el ganado; continúo empapado en el país de los trashumantes (un rebaño se alimenta en una suave ladera). Los pastos los interrumpen testimoniales campos de cereal. Y afloramientos mínimos de rocas calcáreas que, en el pasado, hubieron de ser el fondo de un mar profundo. Sabinas rastreras han ocupado el lugar que, en tiempos, quizás fue morada de carrascas y rebollos, sucumbidos ya al filo del hacha. Píceas, sí hay. Pinos silvestres imagino, por la altitud, con su estructura asalmonada probando a asediar los cielos. 

Nacimiento del río Tajo
Salvo el rebaño y su pastor, el resto del itinerario está libre de hombres y bestias domésticas. Desde las charcas que salpican los prados, amarilleados por un año particularmente severo, llega hasta mis oídos el canto rasgado de los batracios. Es el modo, quizá, de confirmar la sequedad omnipresente: cantan a un lodazal agonizante. Miro al cielo. Hoy tampoco va a llover y yo, que soy amarillo, deseo ser azul por un día.

Llego al nacimiento del Tajo, me temo, de milagro. He de decidir, en un par de bifurcaciones, por que camino continuar. Los pieles rojas somos así: nada de mapa, a dar rienda suela al instinto. El río Tajo se da a luz: esculturas de metal, enormes. Menuda novedad. Esta es la obsesión del hombre blanco, el rostro pálido ha de hacer muestra de su soberana estupidez en cualquier lugar, por recóndito que se encuentre. Éste, tampoco se ha salvado. Acaso no es, per se, bello el mundo ¿hay siempre que buscarle aditamentos innecesarios?

Miro el mapa y hago memoria. Repito entre mí, una por una, a conciencia, las explicaciones que me dio José Beneito cuando nuestro último encuentro. En apenas unos minutos estoy en el Cabriel. Es precioso lo que se observa desde la entrada al pequeño valle, siento como si cada hoja, cada rama, cada piedra, cada pájaro y cada suspiro del viento me trascendieran y me hicieran uno con el todo que se manifiesta mayúsculo en derredor mío. Mis compañeros orquideanos han de estar ahí abajo, me abalanzo, sin titubeos, a su encuentro. 

Entrada al valle del Cabriel

No hay comentarios:

Publicar un comentario