lunes, 24 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Orihuela del Tremedal-Mirador de la Portera

El destino no tiene importancia. Lo que sí, lo que verdaderamente la tiene, son las emociones que asediarán al viajero en su viaje. Y éstas van a depender de las piezas con las que éste se ha, o ha sido, construido. Del modo en que fueron sus ilusiones devastadas y hechos añicos sus sueños y de la magnitud con que supo levantarse, con que se impulsó para desarrollar otras renovadas ilusiones y otros sueños de nuevo cuño. De los demonios interiores que hubo de doblegar y de los enemigos exteriores que trataron de doblegarlo. Y de cómo nacía y se ponía el sol en los lugares en que se formó y de dónde venían las palabras con que lo educaron. El viaje imponente puede comenzarse en el patio trasero y alcanzar apenas unas manzanas. Por eso no hubo en mis alforjas billetes de avión, porque una parte importante de lo que iba a resultar el trayecto la llevaba yo ya, de serie, conmigo.

Decidí, hace unos meses, inscribirme en el curso de Botánica práctica, de la Universidad de Verano de Teruel, con título La flora y vegetación del Sistema Ibérico Oriental, que se imparte en Orihuela del Tremedal. He leído varios libros de botánica y he estudiado varios manuales, pero adolezco de soltura a la hora de identificar especies empleando una clave dicotómica. Inscribiéndome en el curso pretendía solventar el inconveniente. 

Achillea millefolium
Tengo un problema con los organismos vivos que no se mueven. Me propongo mejorar en su identificación. Tomo prestados libros para ello en la biblioteca pública. Compro otros a mis libreros favoritos. Salgo al campo y cuando empiezo, en tomar una hoja, examinar un tallo, desgranar una flor y estudiar todo con mirada bien atenta, cuando me inicio en la liturgia, en ese preciso entonces, algo se mueve, ya sea en el cielo, entre la espesura, en el tallo que un segundo antes examinaba, confiado en que era el día… y ¡ya la hemos fastidiado! fin de la jornada botánica y vuelta a la búsqueda faunística. Y así, de continuo. 

El curso me permitió, no obstante, centrarme bastante unos días, si bien no impidió que, de vez en cuando, se me fuera la atención hacia donde no debía írseme. 

Siempre se mueve algo entre las páginas
Su último día, se clausura el curso a eso de las siete de la tarde. Ya no puedo más, son muchos días de sedentarismo. La bici ha dormido a buen recaudo y estará, convencido estoy, tan impaciente como yo. Estos cuatro días de curso, apenas unos paseos de apenas unos centenares de metros por las inmediaciones de Orihuela recolectando especies para su identificación. Tardes enclaustrados, dejándonos los ojos en la lupa binocular, en íntima compañía de las claves dicotómicas. Comidas, cenas con los demás compañeros del curso, ni un segundo de soledad. Es hora de regresar a la carretera. 

Se clausura el curso a eso de las siete de la tarde. Foto de grupo. Subo a la habitación y recojo los bultos. Voy cargado como una mula. De no haber un curso, con alumnado de por medio, habría traído menos ropa, pero me preocupa la pituitaria de mis semejantes. Uno es buena persona, qué le vamos a hacer. Nos han dado, para terminarlo de arreglar, unos apuntes en el curso. Éramos pocos y parió la abuela, más peso. Y aun con lo bien pertrechado que voy, he de conseguir un mechero o no cenaré.

Río de bloques
Se clausura el curso a eso de las siete de la tarde, consigo un mechero, me despido de varias personas con las que he tenido contacto estos cuatro días, aquí en Orihuela, y marcho, como alma que lleva el diablo, gritando el regocijo que me invade por el regreso a la carretera. Adelanto varios automóviles que descienden conmigo la pendiente, exultante como estoy me entorpecen. Pero no les increpo por su lentitud.

Tomo la carretera y, más tarde, el desvío, la pista forestal. Y rompo.

Las abrazaderas que sujetan el portabultos al cuadro de la bicicleta, mucho me temo, me van a dar el viaje. No soportan tanto peso. Ahí iba la primera. Llevo de repuesto, me lo barruntaba. Pienso en continuar subiendo e ignorar la avería, he parado cuenta de casualidad. Es de día todavía, tengo tiempo antes de que marche la luz. Me da una galbana parar y desmontar el contubernio que tengo montado con el equipaje que para qué. La herramienta va en lo más hondo de una de las alforjas. En fin, haremos las cosas bien para variar. 

¡Guarda qué cuadro! Todos los bultos extendidos por mitad de la pista. Suplico para mis adentros, que no pase ahora ningún vehículo de dimensiones mayores que las de una bicicleta. Menuda se va a liar si pasa. No pasa. Menos mal. Termino la sustitución de la pieza desgarrada, recojo todo, lo ordeno tal y como ha llegado hasta aquí y continúo la subida.

En nada se abre el pinar y los prados indican la proximidad del refugio. Estuve aquí no hace demasiado y tuve claro que quería, precisamente aquí, pasar la noche. De ahí esta fuga hacia adelante, este recorrerse apenas unos kilómetros con el sol ya en retirada. 

Refugio en el Mirador de la Portera
Apoyo la bicicleta en el refugio. Paseo en derredor. Admiro el paisaje. Las cuarcitas co-responsables de los ríos de bloques tienen aquí un afloramiento, un elevarse insolentes contra un cielo hermosamente azul, contiguo al mirador de madera que posibilita elevarse por encima de las densas copas de las coníferas. Horas tengo por delante para estar solo. Suerte que la mayoría de las cuentas, que en su tiempo tuve conmigo mismo, están ya saldadas. 

Paseo hasta que se va la luz. Meto la bicicleta en el refugio. Cocino, si se puede llamar a eso cocinar, una de esas ponzoñas precocinadas que transporto por comodidad. Hambre no tengo demasiada. Pero echarme algo caliente al cuerpo es inestimable. La temperatura ha dado un vuelco significativo. Sin nubes en el cielo, el calor se escapa tan rápido como rápido llega. Puedo leer un rato pero no tengo gana. Paseo algo más fuera del refugio. Voy donde el afloramiento de cuarcitas, es el único sitio donde sé que hay cobertura. Es como volver a finales de los ochenta y principios de los noventa, a la cabina telefónica en el pueblo, pero sin verse en la obligatoriedad de aguardar tu turno. Cómo echo en falta aquellos teléfonos colectivos y la forma en que las cosas se hacían entonces. 

Afloramiento de cuarcitas, al fondo Orihuela: cabina telefónica, mirador de estrellas
Salgo afuera del refugio otra vez.  Me siento a mirar el cielo. Las estrellas me susurran inconfesables secretos que no relataré aquí. Historias de cazadores protegidos por la magia de sus visiones y de osos magníficos que, en su huida, se brincaron al país de las estrellas. Narraciones de sociedades secretas de danzantes que bailaron con un ímpetu tal, con una intensidad tal, que se elevaron por encima del bosque y de las cimas inaccesibles de las más altas montañas y giran en su danza allá arriba, rutilantes todavía.

Y así, embriagado por la noche infinita viene el sueño y, ya adormilado, marcho a dormir.

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