domingo, 28 de febrero de 2016

Derzú Uzala y la Laguna del Cañizar

Derzu Uzala salvó la vida de Akira Kurosawa. 

Corrían los años setenta del pasado siglo y el más grande cineasta japonés de todos los tiempos no encontraba financiación. A punto había estado de perder la vida en un intento de suicido fallido en 1971 a causa del declive que venía sufriendo profesionalmente, del declive laboral que lo había sumido en una profunda depresión. El director de Los siete samuráis, Ran o Las Puertas de Rashomon encontró los dineros, finalmente, en el lugar más insospechado. El capital para filmar y firmar Derzu Uzala, el cazador vendría, finalmente, de la Unión Soviética. La cinta ganaría el Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1975 y ya nada volvería a ser igual.

La del cazador es una película áspera: los diálogos son breves y no hay planos cortos, malabarismos de cámara ni complejos montajes. Y sin embargo, es un largometraje hermoso, una obra bellísima que resalta la amistad de sus protagonistas, el capitán del ejército ruso, Vladimir Arseniev, y el cazador, el propio Uzala. Ambos de mundos diferentes y con visiones opuestas de su lugar en el planeta pero impulsados por un profundo respeto hacia el otro, quizá, precisamente, porque el otro es diferente y maravilloso a un tiempo.


Será siempre, sin embargo, la perspectiva de Derzú la que se imponga y lo serán su modo de vida, integrado a la perfección en la taiga en la que desarrolla su experiencia vital, y su obrar respetuoso con las otras manifestaciones de la naturaleza. Porque, al fin y al cabo, hasta “el fuego es gente” y debe ser tratado con respeto. La maravillosa arquitectura natural de los extensos bosques de coníferas de la Siberia recóndita hallarán, por tanto, en el cazador a su mejor intérprete. Tanto será así, que la expedición rusa, el destacamento que lidera Arseniev (y que tiene por cometido explorar aquellos territorios), salvará la vida, gracias a la sabiduría de Derzú, en más de una ocasión a lo largo de todo el film.

Navegando el mar de carrizos de El Cañizar durante los actos que allá se organizaron para celebrar el Día de los Humedales, maravillado por el vibrante brillo dorado que un sol en dudas, superado por una persistente niebla, conseguía arrancar a duras penas a las gramíneas, no pude evitar rememorar alguna de las más bellas escenas de la película de Kurosawa. Y el paseo, impregnado por el grato recuerdo, tomo un cariz distinto.


Navegando a pie el mar de carrizos, me vi de súbito meditando sobre lo distantes que han quedado, de la filosofía que impregnaba cada acción de Derzú, nuestras maneras de obrar. Igualmente, sobre el momento en que erramos el camino correcto y nos apartamos del resto de manifestaciones de la naturaleza que nos acompañan en este viaje magnífico y que se encuentra tan vacío de color en la actualidad. Y muy en especial, en las razones que nos impiden dialogar entre nosotros y con el medio, comprender nuestro lugar en el planeta y regresar al sendero de la vida y el respeto. 


Navegando a pie el mar de carrizos desee ser Derzú y que el resto de mis congéneres lo fueran, sentir el agua regresar a sus aposentos milenarios y a todas las formas posibles de la vida acuática regresar con ella. Porque era consciente de que no se trata de salvarlas a ellas, sino de redimirnos nosotros mismos y procurarnos un porvenir que, en este invierno sin invierno, resulta más incierto de lo que jamás haya sido. 

Así, bañado por el insistente canto de los pájaros carpinteros mi corazón lloró de gozo por el regalo que una vez más se nos otorgaba pero, sobre todo, lo hizo de esperanza: tanta belleza, tarde o temprano, sería escuchada y comprendida. Derzu Uzala salvó la vida de Akira Kurosawa. Quizá algún día también nos salve de nuestros fantasmas.